Mensaje del Papa para Cuaresma 2024

Escrito el 24/01/2024
Pablo Ambrosio


Dios enseña a su pueblo a amarlo con libertad. Dios se ha revelado: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Así se reciben los diez mandamientos, conocidos en la Sagrada Escritura como el decálogo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. Esta llamada no es un evento, sino se desarrolla a lo largo de un camino. Hoy el pueblo de Dios lleva unas ataduras que debe estar dispuesto a abandonar, se evidencia con la falta de esperanza, fuera del camino hacia la tierra prometida. La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser ―como anuncia el profeta Oseas― el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios le enseña a su pueblo a abandonar su esclavitud y experimente el paso de la muerte a la vida. Hay que ver la realidad, dejar de ser esclavos y ser libres.

En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé dos preguntas, que son cada vez más actuales: « ¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y « ¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). El camino cuaresmal será concreto si, al escucharlas de nuevo, confesamos que seguimos bajo el dominio del Faraón. Es un dominio que nos deja exhaustos y nos vuelve insensibles. En la actualidad el divisionismo, la contaminación de los recursos y del alma. Con el bautismo se comienza el camino a la libertad, sin embargo existe la atracción por la esclavitud.

Así mismo el Papa Francisco recalca y escribe: quisiera destacar un aspecto de considerable importancia en la narrativa del Éxodo: es Dios quien observa, quien siente compasión y quien otorga la liberación; no es Israel quien lo solicita. El Faraón, de hecho, despoja incluso los sueños, usurpa el cielo y da la apariencia de inmutabilidad a un mundo donde se menosprecia la dignidad y se niegan los lazos auténticos, logrando mantener todo bajo su dominio. Reflexionemos: ¿anhelo un mundo nuevo? ¿Estoy dispuesto a romper los compromisos con el antiguo? La evidencia de numerosos obispos y de muchos defensores de la paz y la justicia me convence cada vez más de que lo que debe señalarse es una carencia de esperanza. Esta falta constituye un obstáculo para soñar, un lamento silencioso que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se asemeja a la añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede detenerse. De lo contrario, no se explicaría por qué una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, sigue transitando en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos.

Dios no se cansa de nosotros, así que recibamos la Cuaresma como un período significativo en el que Su Palabra se dirige nuevamente a nosotros: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de un lugar de esclavitud" (Éxodo 20,2). Este es un tiempo de conversión y libertad. Jesús mismo, como recordamos cada primer domingo de Cuaresma, fue llevado por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días, se presenta ante nosotros como el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no busca súbditos, sino hijos. El desierto representa el espacio donde nuestra libertad puede madurar en la decisión personal de no caer nuevamente en la esclavitud.

 

En Cuaresma, nos enfrentamos a una lucha evidente, narrada claramente en el libro del Éxodo y las tentaciones de Jesús en el desierto. Las mentiras del enemigo se oponen a la voz de Dios que proclama: "Tú eres mi Hijo muy querido" (Marcos 1,11) y "no tendrás otros dioses delante de mí" (Éxodo 20,3). Los ídolos, más temibles que el Faraón, pueden considerarse como su voz en nosotros, seduciéndonos con la búsqueda de reconocimiento, poder y ventaja sobre los demás. En lugar de impulsarnos, estas cosas nos paralizan y nos enfrentan entre nosotros. Sin embargo, la nueva humanidad se encuentra entre los pequeños y humildes que no sucumben a la mentira, siendo una fuerza silenciosa del bien que sana y sostiene el mundo.

 

Es hora de actuar, y en Cuaresma, actuar también implica detenerse. Detenerse en la oración para recibir la Palabra de Dios y detenerse, como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. La oración, la limosna y el ayuno no son ejercicios independientes, sino un movimiento único de apertura y vaciamiento, liberándonos de ídolos y apegos. La Cuaresma nos invita a desacelerar y detenernos, descubriendo así la dimensión contemplativa de la vida que moviliza nuevas energías.

 

La forma sinodal de la Iglesia sugiere que la Cuaresma sea un tiempo de decisiones comunitarias, desde pequeñas hasta grandes, capaces de cambiar la cotidianidad y la vida de un barrio. Invito a todas las comunidades cristianas a reflexionar sobre sus estilos de vida y contribuciones al barrio. La penitencia cristiana no debe entristecer, sino manifestar alegría y liberar el amor que renueva todas las cosas.

 

En este tiempo de conversión, la humanidad extraviada puede experimentar una creatividad renovada y un destello de nueva esperanza. La valentía de la conversión nos lleva a salir de la esclavitud, y la fe y la caridad nos guían hacia esa pequeña esperanza. Los bendigo a todos en su camino cuaresmal.

 

Con información de Arzobispado de Guatemala